El emperador Constantino bautizó con su nombre a la ciudad de Bizancio, y se
llamó Constantinopla este estratégico punto de encuentro entre Asia y Europa.
Mil cien
años después, cuando Constantinopla sucumbió al asedio de las tropas turcas,
otro emperador, otro Constantino, murió con ella, peleando por ella, y entonces
la Cristiandad perdió su puerta abierta al Oriente.
Mucha
ayuda habían prometido los reinos cristianos; pero a la hora de la verdad,
Constantinopla, sitiada, asfixiada, murió sola. Los enormes cañones de ocho
metros, perforadores de murallas, y el insólito viaje de la flota turca,
resultaron decisivos en el derrumbe final. Las naves turcas no habían podido
vencer las cadenas, atravesadas bajo las aguas, que les impedían el paso, hasta
que el sultán Mehmet dio una orden jamás escuchada: mandó que navegaran sobre
tierra. Apoyadas en plataformas rodantes y tiradas por muchos bueyes, las naves
se deslizaron por la colina que separaba el mar Bósforo del Cuerno de Oro,
cuesta arriba y cuesta abajo, en el silencio de la noche. Al amanecer, los
vigías del puerto descubrieron, horrorizados, que la flota turca emergía antes
sus narices, por arte de magia, en las aguas prohibidas.
A partir
de entonces, el cerco, que era terrestre se completó por mar, y la matanza
final enrojeció la lluvia.
Muchos
cristianos buscaron refugio en la inmensa catedral de Santa Sofía, que nueve
siglos antes había brotado del delirio de la emperatriz Teodora. Metidos en la
catedral, esos cristianos esperaban que del cielo bajara un ángel y corriera a
los invasores con su espada de fuego.
El ángel
no vino.
Sí vino
el sultán Mehmet, que entró en la catedral, montado en su caballo blanco, y la
convirtió en la principal mezquita de la ciudad que hoy se llama Estambul.
Eduardo Galeano.
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